jueves, 6 de noviembre de 2008

Introducción

Las catacumbas han sido definidas «los grandes archivos» de la Iglesia. Ellas representan el más conspicuo testimonio monumental de la fe cristiana de los orígenes, y son el templo de los primeros mártires, que sellaron con la sangre la fidelidad a su Maestro.
«Estos monumentos», así dijo Juan Pablo II en una reciente audiencia a la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, «revisten un alto significado histórico y espiritual. Visitando estos monumentos, uno entra en contacto con sugestivas huellas del cristianismo de los primeros siglos y puede, por así decirlo, tocar con mano la fe que animaba a esas antiguas comunidades cristianas... ¿Cómo no conmoverse ante los vestigios humildes, pero tan elocuentes, de estos primeros testigos de la fe?»
Considerando después la meta del Dos Mil, el Papa concluía: «La mirada se proyecta ahora hacia la histórica cita del Gran Jubileo, durante el cual las catacumbas de Roma llegarán a ser lugar privilegiado de oración y peregrinación... Juntamente con las grandes basílicas romanas, las catacumbas deberán representar una meta irrenunciable para los peregrinos del Año Santo».
Así, de modo muy oportuno, el Santo Padre enlazaba su referencia a las catacumbas con lo que había escrito en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente: «La Iglesia del primer Milenio», se lee ahí en el n. 37, «nació de la sangre de los mártires: Sanguis martyrum - semen christianorum. Los acontecimientos históricos ligados a la figura de Constantino el Grande, nunca hubieran podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el que se verificó en el primer Milenio, si no hubiera sido por esa siembra de mártires y por ese patrimonio de santidad que caracterizaron a las primeras generaciones cristianas».
Las notas que aquí proponemos entienden evocar situaciones y personajes de la comunidad cristiana de Roma a comienzos del tercer siglo. Un rol de privilegio lo ocupa el obispo Calixto (217-222), quien dio su nombre a las famosas catacumbas de la Vía Apia.

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